¿Y adónde se quiere llegar con ella? Porque, vistas las últimas modificaciones reglamentarias, temo una reforma de la ley que vaya por igual camino. Hasta con más decisión al potenciar la faz desarrollista y economicista de la caza mayor y menor comercial e industrial.
Por marzo pasado divulgó «Europa Press» las declaraciones en Tomelloso de la consejera de Agricultura durante el «Día de la Caza de Castilla La Mancha». Anunciaba el cambio legal que llevan tiempo pidiendo los titulares o dueños de cotos y los empresarios u organizadores de cacerías integrados en las grandes agrupaciones cinegéticas y agrarias de la región castellano manchega, aunque la caza sea ya un mundo de negocios más urbano que rural y las tramas de intermediarios, tejemanejes de gestores y redes de publicidad y agentes tengan menos de campo que los parques de atracciones y el zoológico. La razones de la consejera para modificar la ley se reducen a que «tiene veinte años y hay que adaptarla a la normativa nacional (¡) y europea (¿), así como mejorarla en aspectos que conlleven mayor simplificación administrativa y un impulso a la actividad cinegética».
No terminan de convencerme las manifestaciones voluntaristas de doña María Luisa Soriano augurando que «se mantendrá el equilibrio entre la conservación de la naturaleza y el desarrollo de una actividad económica generadora de empleo y de gran importancia estratégica para el desarrollo turístico de las zonas rurales». No acabo de creerme tales promesas, porque no van por ahí —guardar el equilibrio entre tradición y progreso— las aspiraciones de los grupos de poder cinegético-económico, terratenientes y hacendados, los primeros interesados en cambiar una ley de apenas dos décadas de vigencia con algún retoque actualizador. ¿Por qué quieren otra ley esos grupos? Por no sentirse satisfechos con el cambio hecho en el reglamento, y así lo dije en mi artículo «Rentabilidad frente a seguridad» (revista «Caza Mayor», enero 2013). Les quedaron cortas las modificaciones a los mercantilistas y sus metas de rentabilidad —que no medioambientales y de conservación—, siempre al socaire de lo archirrepetido hasta la saciedad: generación de 6.500 puestos de trabajo fijos, 1,6 millones de jornales y unos 600 millones anuales de beneficios, sin aclarar para quién. Datos que nadie ha comprobado. Ni nadie ha demostrado que vayan a subir —menos aún a ser redistribuidos— con una nueva regulación legal. Y averigüe usted cómo se han hecho las cuentas, cuando paralelamente no se ofrece información de declaraciones de IVA, IRPF y sociedades comparables a los cacareados empleos, jornales y dividendos, sabiendo que la caza fue siempre un fértil campo de dinero negro y un caudaloso manantial de elusión fiscal.
Pero a la consejera le han impresionado las cifras que pregona el empresariado del ramo y ya en Tomelloso recordó que una medida del Plan de Inversión y Creación de Empleo iría a lo relacionado con la cinegética, medida que, según sus propias palabras, «supondrá un impulso del desarrollo rural al fomentar la generación de empleo y de rentas complementarias a las obtenidas en explotaciones agrícolas y ganaderas». Todo ello como adición a las principales iniciativas tomadas durante su legislatura a favor del sector. No dijo nada, por el contrario, de la supresión de los acotados públicos (que lamenté en «Lanza» de 24 de febrero de 2012 y en «Caza Mayor» de marzo 2012), como tampoco habló del remate y liquidación del cazador social, del fortalecimiento de los vallados, del fomento de cotos intensivos y del camelo de los turísticos, de las facilidades para apestar los campos con especies alóctonas, híbridas o insanas soltadas sin control. Tampoco comentó la subida de tasas sin criterios de equidad proporcional entre la caza-negocio del ‘tirador’ pudiente y la caza-deporte del ‘cazador’ a rabo.
Me consta que por estos días, aunque de manera aún muy inicial, circula entre algunas personas y organizaciones lo que se denomina «Borrador de anteproyecto de Ley de Caza de Castilla La Mancha», que pese a su título constituye un texto acabado, no limitado a retocar el vigente, sino con el alcance y contenido de un nuevo cuerpo legal. Y por lo que he podido oír —y leer a salpicones, sin reposo ni del todo— se apunta a la filosofía de la actual consejería en comunión con su gobierno, es decir, facilidades a las vallas, a la caza turística fuera de temporada, al incremento de los días y piezas a cazar como mero artificio y tiro al blanco, a la producción y liberación en masa de perdices de incubadora con fingidas repoblaciones que no repueblan nada y desplazan a las nativas, sus enemigas. Algo poco en línea con lo prometido por la señora consejera en Tomelloso al decir que «pondrían el acento en la necesidad de potenciar y conservar la perdiz roja, especie autóctona de gran importancia que está en recesión». Le aclaro por mi parte que, si ya está en recesión esta valiosa ave, mucho más lo estará con otra ley que certifique la defunción de los cotos sociales, zonas de caza controlada y reservas regionales, únicos espacios donde se podía esperar su supervivencia por las prácticas deportivas y cuidadosas del cazador modesto y sin ambiciones, el de a pie, el de escopeta y perro, como el modelo de Delibes, al que bien se alaba en el ejercicio dialéctico de la propaganda, pero poco se emula al disponer y ordenar en el boletín oficial con lenguaje diferente, alejado del sentido intrínseco y de la auténtica calificación o conceptuación verdadera de la caza, vieja actividad primaria artificialmente evolucionada y desvirtuada, más ligada hoy a la manufactura que otras muchas con fama de ser de fábrica pero que no cardan la lana en complejos y factorías comparables a las granjas y explotaciones cinegéticas: las normas legales cada vez disocian más caza y campo, sin otra mira en nuestros días que sacar jugo de donde quepa una pieza más de fabricación manual.
Después de una dilatada labor crítica contra la caza mala y a favor de la buena, en gran parte desarrollada en este periódico decano de Ciudad Real, no puedo negar el fracaso de un braceo contra corriente. Ni ocultar la tentación de tirar la toalla por el desaliento y la indiferencia derrotistas frente a lo que digan o callen los textos legales, los informes oficiales y los discursos de conveniencia de los políticos con competencias sobre caza, de tono variable según hablen en Bruselas, en un pueblo de la sierra o ante asociaciones de arrendatarios y emprendedores, en campaña electoral o fuera de ella.
Pero como el genio y la figura duran hasta la sepultura, he hecho de tripas corazón y un gran esfuerzo por sacar ánimos con que advertir a los encargados de aprobar la nueva ley que mediten adónde van con ella, porque las instituciones promotoras de este texto legal y las atribuciones de sus responsables son medioambientales, no económicas o industriales ni laborales. Se trata de órganos y funcionarios de los que miden su rendimiento en dosis de protección, no de producción, sin que en el balance de su utilidad deban figurar estados de caja, solo saldos de vida y salud del campo, su flora y su fauna, cinegética o no. Por eso es bueno aconsejar a quienes redactan la ley, y especialmente a quienes la aprueban, que sean mesurados, que se lo piensen bien, que no le den alas a los gobernantes del ejecutivo para un desarrollo reglamentario progre y osado, que dejen bien atado el sentido y fin de la caza en una ley de cabecera que oriente su función principal sin desviaciones de rumbo ni otras distracciones.
Los males de la caza contra la naturaleza, por leyes erróneas o por inobservancia de las acertadas, no acaban en que los corrales para ungulados son reducidos y cada vez más fortificados. Otras cuestiones piden también un «alto y paso atrás». Entre las más significativas citaré el desmadre de la cría artificial y la repoblación ficticia limitada a una reposición de mercancía para el consumo inmediato; la indisciplina en las cacerías fingidas (tiradas de patos, reclamos de granja, aguardos de zahúrda, acechos de jardín…); el tráfico y suministro de ejemplares foráneos a sacrificar tras el desencajonamiento; la inefectividad de lo dispuesto hace años sobre cercones de jabalíes ya existentes y el incumplimiento a futuro de lo novedoso; el abuso en comederos de tórtolas y torcaces; la imparable tecnología diurna y nocturna al margen de todo control y por encima de toda sanción; los cebaderos, trampas y espionajes invasores de la privacidad animal, de su intimidad y de un elemental derecho de defensa en su condición de desamparados inermes sin nociones informáticas; etc. Mientras todo eso no se solucione, se resentirá la ética de la caza y se cuestionará su bondad para el medio, por muy rentable que le sea al bolsillo de los ricos, al jornal de los pobres y al arca del turismo rural, amén de dar mal ejemplo a los indiferentes y armar de argumentos a los anticaza. En estos temas, los pasos al frente deben convertirse de vez en cuando en retrocesos. El avanzar en cejar. No ir siempre en directa, también en marcha atrás. La caza y la naturaleza no se protegen con audacia, autorizaciones y tolerancias, sino con prudencia, prohibiciones y cautelas.
Buen momento de recordar, con oportunidad y sin oportunismo, que desde los ámbitos de la ecología sensata y la caza responsable, libres de intereses de clase y ajenas a móviles materiales u objetivos dinerarios, se reclama —con igual insistencia que oídos sordos— una regulación decidida y clara de la caza social y deportiva frente a otra, separada y distinta, de la caza comercial y programada. Dos reglamentaciones aparte que se correspondan con la realidad antagónica que una y otra caza representan en esta época histórica de avance científico y desarrollo técnico, pero también de gran sensibilización moral y conciencia animal. No pueden seguir conviviendo la una y la otra en un cada vez mayor grado de confusión, con deterioro de otros valores socioculturales y de respeto a las piezas que mueren y a sus hábitats. Empezando por lo más burdo y absurdo que hoy cabe observar: que las palomas a brazo y codornices a tubo se tengan por caza, con sus practicantes alistados en federaciones de tal que premian al ganador de las competiciones por ellas mismas organizadas. ¿Quién va a exigir que salgan de la caza las esperas de reses de pesebre, los jaulones de faisanes, los recintos amurallados de guarros y el ojeo de gallináceas acoquinadas, si antes no lo hacen los campeonatos de avecillas alevosamente preparadas para su ametrallamiento, a cuya entrega de trofeos asisten los propios estamentos oficiales?
La ocasión la pintan calva. No la deje pasar, señora consejera. Que no se les escape, señorías. Cuando desenfunden en su escaño la botonera electrónica que dispara votos, hagan blanco, acierten y córtenle el vuelo a una ley que poco bueno reporte a la biodiversidad. Si es tal la que les presentan, rechácenla para que se redacte otra acorde con su vocación y fines no mercantilistas, atemperada a la sociedad civilizada del momento y a la ética secular. Porque la caza es sobre todo ecología, no negocio y economía, aspectos que la adornarán por añadidura pero no la fundamentan con hondura. Repito mi pregunta del comienzo: ¿Qué ley de caza nos espera? Y acabo como empecé, sin fe ni esperanza, pero tranquila el alma y el cerebro en calma. «Por mí que no quede» era la guía de Julián Marías. Yo también la hice mía.
Eduardo Coca Vita Lanza Digital